viernes, 11 de marzo de 2022

2° Domingo de Cuaresma - Año. C.

"Éste es mi hijo… escúchenlo".

Evangelio: Lucas 9, 28-36

 

            Expulsado de Gerasa, en cuya región había liberado a un endemoniado de una legión de demonios, Jesús retoma el camino de Galilea, destino: Jerusalén. Comienza a preparar a sus discípulos para lo que será el epílogo de su misión: un final trágico y humillante, imposible de aceptar, y una resurrección gloriosa demasiado difícil de comprender.

            Después de dar el anuncio de su muerte a los discípulos, Jesús invita a Pedro, Santiago y Juan al monte Tabor para asistir a su transfiguración. Jesús les ofrece una anticipación, una mirada a su cuerpo glorioso, a su futura condición de Resucitado.

"Jesús, tomó a Pedro, Juan y Santiago,
y subió a la montaña"

            Probablemente Jesús había decidido transfigurarse ante estos apóstoles, porque comprendió su dificultad para aceptar el mensaje de la cruz. Nunca ha sido fácil comprender la verdad del dolor ofrecido por amor. Jesús, por tanto, decidió ofrecerles una anticipación de su gloria futura, la gloria que manifestaría después de su muerte y resurrección.

            La Transfiguración es una escena llena de contenidos simbólicos.

            En primer lugar, la montaña, el lugar de la alianza entre Dios y el hombre. La luz deslumbrante, repetidamente evocada en el rostro y en los vestidos de Jesús: es una referencia simbólica al Señor y su gloria, su misterio y su cercanía. La nube, referencia explícita a la presencia de Dios en el camino del éxodo y en la tienda de la alianza. El último signo, sin embargo, es el decisivo: la voz divina que define a Jesús como Hijo y como "el elegido". Por encima de esto, Dios mismo les dice que Jesús es el Hijo de Dios. Esta revelación ha de invadir todo su ser, y en ningún momento han de olvidarla. Suceda lo que suceda, esta es la razón por la que los discípulos deben escucharle sin reservas, creer en él, dejarse guiar por él. La visión que se les ha concedido en la Transfiguración, pasa. La escucha y la fe han de permanecer siempre.

 

"Desde la nube, se oyó entonces una voz..."

            El tema fundamental del relato evangélico es el de la revelación.

Ante todo recordemos que la revelación tiene lugar en un contexto de oración ("subió al monte a orar... mientras oraba"). El evangelista Lucas, quien siempre presenta a Jesús orando en los momentos cumbres de su ministerio, ambienta la escena de la transfiguración en una experiencia de oración.  Al interior de la relación de Jesús con su Padre hay una comunicación intensa de la cual no conocemos las palabras sino el efecto transformador que tiene en él.

            Es necesario, para encontrar a Dios que se revela, hacer una intensa experiencia de fe, de contemplación, de adoración. Dios se revela en el rostro de Cristo. «Quien me ha visto a mí ha visto al Padre», dice Jesús en el evangelio de Juan (14,9). Nosotros estamos invitados a contemplar la belleza y la grandeza de Dios en el rostro de Jesús.

            Finalmente, hay un aspecto sobre el que hay que reflexionar y que, en cierto sentido, parece constituir el punto central del texto: la orden de "escucharlo". El imperativo “¡escúchenlo!” queda resonando en los oídos como la lección más importante del evento de la transfiguración para los discípulos espectadores. Escuchar es lo que caracteriza al discípulo. Exige no solamente inteligencia para comprender, sino también coraje para decidirse. En efecto, la palabra que escuchamos es una palabra que nos compromete y que nos arranca de nosotros mismos.

            Después de la revelación, es necesario bajar de la montaña y emprender el camino de Jerusalén donde nos espera la cruz, aunque sea sólo un paso hacia la plenitud de la felicidad.

 

Fray  Maurizio Bridio, OFMConv.

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