Domingo XIX, T.O. – Año A.
Mateo 14, 22-33
“Después
que se sació la multitud, Jesús obligó a los discípulos que subieran a la barca
y pasaran antes que Él a la otra orilla, mientras Él despedía a la multitud.
Después, subió a la montaña para orar a solas. Y al atardecer, todavía estaba
allí, solo”.
Este domingo, la liturgia nos presenta un episodio vivido por los discípulos en medio de la tempestad del mar. Después de la multiplicación del pan y saciar más de cinco mil personas, Jesús obligó a los discípulos que subieran a la barca y pasaran antes que Él a la otra orilla y también despide a la multitud con intención dirigirse luego a la montaña para orar a solas.
El texto nos narra que en medio del mar
tempestuoso, en medio de los problemas y dificultades de la vida, Jesús se
acerca siempre a nosotros y nos da la palabra de aliento: “Tranquilícense, soy Yo; no teman”. Esta palabra de Jesús, ¿no es
un cumplimiento de “Emanuel, Dios con
nosotros” en medio de la tormenta del mar de nuestra vida, de que la tormenta
no es la última palabra? Incluso en medio de la persecución, no tienen por qué
temer, Jesús está presente en medio de ellos. A nosotros nos ofrece la misma
seguridad en tiempos de enfermedad, muerte, persecución, o cualquier otro
problema. La adversidad no es una señal del disgusto de Dios ni la prosperidad
lo es del favor de Dios. La riqueza no es igual al favor de Dios, ni la pobreza
a su disgusto. La enfermedad no es una señal de una fe pobre o inadecuada, ni la
salud de una gran fe. Jesús dice que Dios “hace
que su sol salga sobre malos y buenos, y llueve sobre justos é injustos”.
Paradójicamente, las tormentas de la vida pueden ser señal de bendición.
Por
nuestra parte, en medio de la tormenta, solemos a probar a Dios, como lo probó
Pedro: “Señor, si eres tú, mándame ir a
tu encuentro sobre el agua”. Pedro, está diciendo a su Maestro, lo que
tiene que hacer. Es una petición que quiere verificar si es Dios verdaderamente
lo está allí enfrente suyo y no otro, la fantasma. Pero para Pedro, ese momento
es un momento tanto de debilidad como de fortaleza. Duda, pero quiere creer.
Teme, pero sale de una muy buena barca a enfrentar la tormenta. Comienza a
caminar y sigue avanzando hacia Jesús sobre el agua, pero se distrae por los
fuertes vientos y olas. Cuando comienza a hundirse grita “¡Señor, sálvame!”, y con ello expresa su fe incluso a pesar de su
miedo.
Cuando Pedro se hundió, estaba lo suficientemente cerca de tal forma que Jesús puede sostenerlo. Jesús le dice: “¡Hombre de poca fe! ¿Por qué dudaste?”. Tal vez los discípulos estaban cansados y exhaustos, pero no tuvieron miedo por la tormenta sino dudaron de la presencia de Jesús que camina en el agua hacia ellos. Pedro, no teme porque se hunde, sino que se hunde porque teme. Faltaba la fe, faltaba confianza en Dios. Jesús primero tiende su mano y salva a Pedro, y solamente después lo reprende por su poca fe: “¡Hombre de poca fe! ¿Por qué dudaste?”.
La experiencia de los discípulos es también
nuestra experiencia. En el momento que lo necesitamos, parece que Jesús está en
lo alto de la montaña, rezando a solas. Pero no es así. Él tiene siempre fijos sus
ojos en nuestras necesidades y nunca nos abandone.
San Francisco de Asís, cuando dudó todavía lo que tenía que hacer, pidió al Señor para que ilumine las tinieblas de su corazón, y rezó así:“Alto y glorioso Dios, Ilumina las tinieblas de mi corazón. Dame fe recta, esperanza cierta, y caridad perfecta. Sentido y conocimiento, Señor, Para que cumpla siempre tu santo y veraz mandamiento. Amén”.
Que esta oración de San Francisco sea
también nuestra oración en el momento más tempestuoso de nuestra vida.
Paz y bien a todos,
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